Dibujo: Joan Marín
Editorial: Norma
Formato: Libro Cartoné. 272 páginas
Precio: 22€
Calificación: 6.5/10
Siendo muy simplistas, pecando de excesivamente ingenuos (o quizás no) e ignorando toda la escala de grises que separa el blanco del negro, podríamos afirmar que este mundo está escindido en dos mitades completamente descompensadas: aquella en la que residen los habitantes del primer mundo, y el resto. Tamaña división genera unos contrastes sociales apreciables cada vez que se viaja a cualquiera de esos países en los que el concepto de crisis global no es algo que los medios de comunicación puedan esgrimir para atemorizar al pueblo porque éste lleva viviendo en continua crisis desde hace más tiempo del que puede recordar. Y esta situación es la que, sin duda alguna, hace aflorar (igual que la guerra) lo mejor -su ingenio para sobrevivir hasta en la más adversa de las condiciones- y lo peor -utilizar ese ingenio para hacer el mal al prójimo- del ser humano.
Sin pretender ofender a nadie (y si así fuera, vayan mis disculpas por anticipado), un rápido vistazo a muchos de los países que conforman Sudamérica devuelve la clara impresión de que los continuos secuestros express, la proliferación de mafias, cárteles y guerrillas formadas para un supuesto bien elevado no hace más que reforzar el hecho de que los que hemos tenido la suerte (¿deberíamos empezar a entrecomillar tal sustantivo?) de nacer en el seno de un sesgo de la sociedad algo más "civilizado" (y esta sí que no hay que tener dudas al entrecomillarla) solemos tener sobre una situación que, por mucho que queramos, jamás podremos llegar a comprender en su entera complejidad.
Y ahí es donde entra de lleno el tremendo esfuerzo emocional que ha debido suponer para Hernán Migoya el relatar con pelos señales los tres días de secuestro que vivió su mujer Melina (y la familia de ésta) cuando contaba con dieciocho años. Acercándonos de forma intensa a lo que supone ser secuestrado, Migoya relata con todo el distanciamiento que puede los acontecimientos que acaecieron en una país, Perú, cuyas "pequeñas idiosincrasias" harán que el lector español comience a comprender el por qué de ese éxodo (¿podríamos calificarlo de masivo?) que, en los últimos años, ha llevado a tantos sudamericanos a querer abandonar su tierra para buscar prados más verdes en nuestra piel de toro. Entre esas "rarezas", quizás la que más pueda asombrarnos sea que la policía espere una compensación económica por un trabajo bien hecho o, por supuesto, el que los secuestros y amenazas para con aquellos que viven en una situación algo más privilegiada del resto, sean el pan nuestro de cada día.
Trasladados pues a Perú, el equipo creativo detrás de Plagio no escatima esfuerzos para hacernos sentir que realmente nos hemos mudado a la capital perurana, ya sea por mor de un guionista que se esfuerza tanto en situar a la perfección las diferentes acciones que van acaeciendo (contando con la ayuda de un escritor peruano para adaptar el castellano al español de allí), como por la labor de un dibujante que se deja la piel en dar precisa respuesta a los esfuerzos de su compañero de viaje. Un viaje intenso al que, no obstante, este lector debe poner una falla, la que se deriva precisamente de ese distanciamiento emocional con el que Migoya ha dotado a la lectura. Dejando que sea el lector el que juzgue el devenir de los acontecimientos, y no aportando reflexiones acerca de lo que se nos ofrece, Migoya no termina de insuflar de vida propias a una historia que, a mi parecer, la necesitaba a manos llenas sin necesidad de caer en falsos dramatismos, por supuesto. Pero, por supuesto, es una opinión personal y no debería ser excusa para dejar de acercarse a un relato que, sin duda, sirve para denunciar lo que muchas voces nativas nunca se atreverían a hacer por el maldito miedo.
Sin pretender ofender a nadie (y si así fuera, vayan mis disculpas por anticipado), un rápido vistazo a muchos de los países que conforman Sudamérica devuelve la clara impresión de que los continuos secuestros express, la proliferación de mafias, cárteles y guerrillas formadas para un supuesto bien elevado no hace más que reforzar el hecho de que los que hemos tenido la suerte (¿deberíamos empezar a entrecomillar tal sustantivo?) de nacer en el seno de un sesgo de la sociedad algo más "civilizado" (y esta sí que no hay que tener dudas al entrecomillarla) solemos tener sobre una situación que, por mucho que queramos, jamás podremos llegar a comprender en su entera complejidad.
Y ahí es donde entra de lleno el tremendo esfuerzo emocional que ha debido suponer para Hernán Migoya el relatar con pelos señales los tres días de secuestro que vivió su mujer Melina (y la familia de ésta) cuando contaba con dieciocho años. Acercándonos de forma intensa a lo que supone ser secuestrado, Migoya relata con todo el distanciamiento que puede los acontecimientos que acaecieron en una país, Perú, cuyas "pequeñas idiosincrasias" harán que el lector español comience a comprender el por qué de ese éxodo (¿podríamos calificarlo de masivo?) que, en los últimos años, ha llevado a tantos sudamericanos a querer abandonar su tierra para buscar prados más verdes en nuestra piel de toro. Entre esas "rarezas", quizás la que más pueda asombrarnos sea que la policía espere una compensación económica por un trabajo bien hecho o, por supuesto, el que los secuestros y amenazas para con aquellos que viven en una situación algo más privilegiada del resto, sean el pan nuestro de cada día.
Trasladados pues a Perú, el equipo creativo detrás de Plagio no escatima esfuerzos para hacernos sentir que realmente nos hemos mudado a la capital perurana, ya sea por mor de un guionista que se esfuerza tanto en situar a la perfección las diferentes acciones que van acaeciendo (contando con la ayuda de un escritor peruano para adaptar el castellano al español de allí), como por la labor de un dibujante que se deja la piel en dar precisa respuesta a los esfuerzos de su compañero de viaje. Un viaje intenso al que, no obstante, este lector debe poner una falla, la que se deriva precisamente de ese distanciamiento emocional con el que Migoya ha dotado a la lectura. Dejando que sea el lector el que juzgue el devenir de los acontecimientos, y no aportando reflexiones acerca de lo que se nos ofrece, Migoya no termina de insuflar de vida propias a una historia que, a mi parecer, la necesitaba a manos llenas sin necesidad de caer en falsos dramatismos, por supuesto. Pero, por supuesto, es una opinión personal y no debería ser excusa para dejar de acercarse a un relato que, sin duda, sirve para denunciar lo que muchas voces nativas nunca se atreverían a hacer por el maldito miedo.
Sergio Benítez (III)
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